Por José
Luis Taveras.
SANTO DOMINGO, República Dominicana.- He ejercido
de forma activa e intensa mi carrera profesional. Soy un abogado comercial y en
tal condición he acompañado a muchos emprendimientos de inversión extranjera.
La perspectiva más fiel y realista del país no es la de aquel que disfruta de
unas vacaciones de verano en sus playas, sino la de quien decide colocar sus
capitales en su mercado.
Invertir en
este país es una osadía épica o una aventura jurásica. Además de una burocracia
anacrónica, opaca y tarda, hay que lidiar, en la mayoría de los casos, con las
extorsiones más burdas del clásico burócrata que llega a una posición
gubernamental solo por méritos políticos.
He tenido clientes que han huido
despavoridos por los acosos de esos socarrones; otros, con menos suerte, han
padecido los rigores de un clima hostil de negocios dominado por las acechanzas
de funcionarios en complicidad con oligopolios.
Es sorprendente ver y aceptar
cómo ciertos núcleos corporativos colocan a sus tecnócratas en agencias
gubernamentales claves para preservar el estatus quo de privilegios; algunos
tienen prestante membresía en influyentes burós empresariales, esos que
desdoblan la moral en privada y pública como expresión del bien y el mal.
La reciente
huida de dos pilotos franceses condenados en primer grado por narcotráfico y la
consecuente decisión del gobierno francés de no extraditarlos ha llevado a
algunos ilusos a rasgar sus vestiduras ante la diplomacia gala. En su ostracismo aldeano, ignoran cómo nos
perciben más allá de nuestras fronteras.
La República
Dominicana, en ciertos contextos financieros del mundo, es vista como una de
las naciones más corruptas de la región; un mundillo surrealista sin orden ni
reglas y con instituciones malogradas o inoperantes; una isla bananera, de sol,
nalgas, playas y borracheras habitada por gente menesterosa, ignorante y
libertina que pone precio a su dignidad por un bocado o un celular.
Esa
percepción fue afirmada y promovida por décadas por el Ministerio de Turismo a
través de una leyenda muy sugestiva de la marca país: “Aquí me siento libre”.
Claro, la
primitiva libertad para tentar todo lo que una sociedad elementalmente ordenada
niega: andar en motocicletas sin casco, violar la luz roja por pura emoción,
tener sexo con menores, conducir borracho, hacer ruido en la madrugada, portar
ostensiblemente armas, pagar sobornos para redimir cualquier desvarío o
agraviar a un ciudadano en nombre de la arrogancia partidaria.
Tierra de
promisión para delincuentes, perseguidos y prófugos internacionales; paraíso
para las mafias, los negocios de azar, los tratos oscuros y los ojos
azules. Una comarca insular donde seis
de cada diez desearía emigrar.
¿Cómo
confiar en el sistema judicial de un país cuyo jefe del Ministerio Público
declara no creer en el máximo tribunal de Justicia? Si ese es el impotente
grito del más alto representante de la sociedad en la Justicia, ¿qué le queda
al desafortunado? ¿Cuál es el mensaje que se le da al mundo? Esas exposiciones
tan crudas y mórbidas delatan nuestras estrías morales y espantan todo sentido
e interés para la inversión.
Exigimos el
respeto que no nos damos, la vergüenza que entregamos y la consideración que no
tenemos. El mismo decoro que pretende y reclama la prostituta cuando le llaman
“puta”.
¿Con qué
calidad exigimos respeto por nuestra institucionalidad cuando funcionarios con
sueldos de mil quinientos o tres mil euros mensuales exhiben fortunas obscenas
de hasta 400 millones de euros sin que “el Estado” pueda pedir cuentas ni la
Justicia una razón? ¿Con cuál moral le decimos al Sindicato Nacional de Pilotos
de Francia que nuestra Justicia no es una “parodia” como ellos asertivamente la
califican?
A pesar de
las torres que cosquillean los cielos de Santo Domingo, los nuevos hábitos de
consumos elitistas, los carros de marcas que prestigian las avenidas del
polígono central, la cultura del consumo plástico y de los mall, somos una
sociedad políticamente tribal e institucionalmente quebrada.
Aportes, en
parte, de una economía sumergida y del lavado que nutren la engañosa percepción
de un progreso moderno, cuando no somos capaces de someternos a normas básicas
de convivencia colectiva.
Es más digno
admitir lo que no somos en vez de demandar un respeto quimérico que ni siquiera
nos exigimos honestamente.
Solo cuando
la Justicia sea capaz de condenar a un maldito político corrupto me sumaré al
reclamo de los defensores de la soberanía del Estado; mientras esa sea una
aspiración ilusa o un lujo, consideraré como audaz la huida de los franceses.
La
degradación de la vida en esta isla está para huir y dejarles a sus “héroes”
los escombros de su ruina moral. Total, este es su hato o hacienda, donde sus
intereses gobiernan, imperturbables, a sus anchas y sus delirios se enaltecen
soberanamente.
Un país de
pocos servido por la apatía de muchos; o como probablemente dijeran en sus
adentros los pilotos franceses cuando llegaron seguros a la civilización: ¡Un
pays de merde!
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